El rocín
encantado.
Con su
jinete blanco
corre por los andes
como un
rayo,
como una
luz brillante,
nadie
sabe
la clase
de caballo,
que de
un salto cruza el barranco.
Galopante
se interna en las montañas,
con su
lomo humeante,
con su
montura dorada,
con su
oxidado freno,
y los
cerros se abren
como si
pasara un trueno.
No
descansa ni en los aguaceros,
ni en
los granízales
que se
descuelgan por los volcanes.
Ni en
las noches,
porque
en las noches sus ojos
parecen
dos luceros
que se
dirigen hacia selvas ecuatoriales.